Por fin tengo tiempo de venir aquí. Sé que les dije Chau en algún momento, pero Chau también significa “hola”. Estoy aquí en la mesa de la cocina, junto al ese sonido tan característico que hacen los refrigeradores medio destartalados. Según el termostato de esta casa estamos a 85 grados. Aquí. Adentro. No tengo idea de la temperatura general del mundo. Ni de su toxicidad. Acaso el agua que llega a través de la regadera. He tenido tiempo para limpiar la casa pero estoy aquí, junto a la sonaja del refrigerador, asándome porque mientras me preparaba un té de jengibre con cúrcuma y le añadía la pizca de pimienta pensé “qué bien me trato, con cuánto amor me trato”. Esto porque durante un viaje corto el domingo comencé a sentirme enferma. Dolor de garganta. Cansancio. Pero lo que más me enfermaba era saber que apenas en mayo había salido de una enfermedad en la que, como dice el poeta: vi la muerte mirándome a los ojos, y no fue un sueño, ja. Algo que parecía tan simple, como una gripa, que comenzó en marzo, fue terminando hasta mayo. La bacteria me tenía poseída. Entonces como que la memoria se resiente, algo guarda. Y en cuanto comencé con síntomas ligeros, bueno, ya me veía sin retorno hacia otros tres meses de dama de las camelias. Pero ¿por qué tenía que pasar lo mismo? Entonces, aquí me tienen con una semi-tos, en pleno verano infernal, sentada en la cocina, escribiendo. Sacrifiqué el día de limpiar, y soy capaz de abrir Los tiernos lamentos, de Yoko Ogawa. Porque sí, en medio de esta mugre algo se logra, algo se sana. Es más, ya voy, ya lo abro… a ver qué frase encuentro “súbitamente me sentí muy sola mientras reía” uf, esas frases de Ogawa que parecen de aire, pero que se filtran profundamente en lo más íntimo. Así la vida, Chau.