Creo que ya lo he dicho antes: no creo que el tiempo sea una acumulación de algo que se puede contar. Pero así nos organizamos, ¿verdad? Así también calculamos los costos de la vida. Cuánto vale nuestro “trabajo”, qué tanto debemos estudiar. ¿No les parece absurdo? Creer que para aprender algo necesitamos seis meses, por ejemplo, que se unen a otros seis meses, que al final harán un total de cuatro años. La cosa es aguantar, supongo, ya en el camino aprenderemos algo. Lo mismo me pasa con la distancia: nunca la puedo imaginar. No sé si mi manera de ser sea un impedimento o una ventaja. Creo que hay personas que viven contando cada doce meses y observando cómo el número que les identifica generacionalmente cambia y de algún mondo es un indicador de que van ¿más adelante? ¿O van quedando atrás? De quién o en dónde. Es algo que nunca he sabido explicarme. No intento decir con esto que el tiempo no existe, de que envejecemos envejecemos, punto. Por más ejercicio que hagamos, por más suplementos alimenticios que tomemos, por más toxinas para paralizar las expresiones faciales que nos inyectemos o por más dentaduras que podamos comprar, ya está: envejecemos. No es que me sienta vieja, les aclaro. Qué va, ja! Pero a mi alrededor mueren y mueren más personas cercanas. Antes se debía a los asesinatos y desapariciones comandadas por Calderón, ahora al tiempo. Mueren esas personas que cuando yo era joven ellas ya tenían cuarenta. Mueren esas personas que en algún momento de mi juventud me parecieron extraordinarias, y cuando fui creciendo pude entender que quizá lo extraordinario en ellas era que vivían en una autodestrucción constante. Lo que solíamos llamar fiesta en una ciudad donde todo era asesinatos, desapariciones y desierto ¿qué otra cosa podría ser una fiesta? Despertábamos con las madres de tantas exigiendo justicia, y nos dormíamos con la imagen de hombres reventados en plena calle. Bueno, ahora le está tocando morir de muerte natural a los testigos de esos “tiempos”. Que nunca conocieron el esplendor total de la satisfacción en sobriedad o del aire puro filtrado por una vegetación todopoderosa, o la paz del silencio que no es silencio sino canto de aves. Es verdad, la vida es tan hermosa. Pero en el centro de la matanza y la desesperación sólo hay espacio para la sordidez y la codicia. Todos queríamos salvarnos. Todos podíamos bromear acerca de nuestra suerte, y reírnos echando lágrimas hasta que se nos partiera el estómago, contemplando la propia decadencia. ¿Esa era la juventud? Adorar a una ciudad que nos explotaba y nos consumía, y nos daba a cambio destellos en las madrugadas de una aparente libertad. Era obvio que íbamos a morirnos temprano.