La vida me motiva. No soy yo, en verdad no tengo intenciones de motivarme a mí ni a nadie. Ja! Por ejemplo usar el signo de exclamación sin abrirlo, sólo así cerrado, güero: me motiva. Me da alegría. Creo que en gran medida esta sensación de derrota (que tal vez notaste en mi post anterior) se debía a la falta de tiempo que he tenido para únicamente tomar café y reflexionar en voz alta. Reflexionar en voz alta es una forma de vida, bastante saludable por cierto. La neuropsicología lo ha comprobado estos últimos años y yo, que sigo más o menos cuerda hasta la fecha, puedo constatarlo. Mi naturaleza ha usado el soliloquio como una mecanismo de defensa ante lo devastadora que puede resultar la realidad. Siempre primero es la vida, después la ciencia (que no se te olvide, mi amor… aiññññ: te quiero tanto!). Decía que la vida me motiva, justo con este aparato. La vida me da recuerdos que se me presentan en momentos claves como hoy, que tuve tiempo para recordar. Recordar el mundo y la vida  a la que renuncié por convicción, pero en la que por poquito caigo. Ese mundo ilusorio ha estado a punto de atraparme varias veces. Pero qué susto, por poco y me sumerjo en una vida que no quiero, haciendo lo que no quiero a cambio de “fama y de fortuna”. Ya saben la fama y fortuna que da una familia capitalista feliz. Capitalista (pero de izquierda), convencional (pero progresista). Con una mano recibiendo el dinero de la institución y con la otra haciéndose pasar por anarquista: jajajaja! De las que me he salvado!!!. Eso me pone contenta. Saber que vivo como vivo por decisión propia, aunque me gustaría vivir en otro mundo, construyo el mundo que quiero vivir aquí adentro y ¿cómo ven?, sin apellido de abolengo, ni palancas en las universidades. A la única que le digo “sí, patroncita” es a a esa dictadora que vive en mí de vez en cuando. Aunque para ti, mi vida, soy un sí constante. Porque así es al amor: sin máscaras, sin cobardías, sin “esque es trabajo pagado”. Te amo. 

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