Debo decir que las circunstancias del mundo han conseguido golpear mi ánimo profundamente. En este país parece que sólo unos cuántos son conscientes de la guerra en la que vivimos. Del terror que cada vez se adueña de más y más territorios. Solemos pensar que el infierno y el espanto de la tortura, el terror y la muerte están muy/muy lejos. Tan lejos como Medio Oriente con un océano de por medio. Solemos pensar también que el océano es infinito. Pero la verdad es que no. El océano poco a poco llega a su fin. Y el terror, el espanto y la muerta están en cualquier escuela, cine o supermercado. Constantemente hay amenazas de "tirador" armado en las primarias y en las preparatorias de este país. Con ese pretexto se encierra a la población estudiantil entera y se le somete a horas de nerviosismo y tortura psicológica que sólo terminarán después de que todos levanten las manos, hagan una fila, sean apuntados con el láser de las armas de agentes especiales y permanezcan mostrando sus manos y obedeciendo paso a paso, para ser escoltados hasta el punto de "reencuentro" donde ya algunos padres han sufrido varios colapsos. ¿En qué momento comenzó a estar bien ser tratados como terroristas -por si las dudas-? En nombre de la seguridad se tortura a la población más vulnerable y vale más obedecer (por nuestro bien). No estoy exagerando. Bastan unas cuantas masacres de niños al año para justificar el control policiaco de un país entero. No es curioso que, en medio del genocidio, esté prohibida la palabra genocidio. El mundo entero está siendo sometido a base de terror. Cada quien vive su masacre personal. Eso me derrumba. Ver a los niños de las escuelas públicas siendo sometidos a estas experiencias traumáticas me hunde. Hace algunos años visité Palestina, y regresé con la consciencia a flor de piel. Comencé a hacer círculos de oración por los niños de Hebrón todas las noches hasta que caí enferma. Pero esto no se trata de mí. No se trata de mí, pero sucede que soy yo la que está aquí. Viendo sin poder hacer más que escribir, cómo el océano se pudre. Ver el océano pudrirse es como ver cómo se pudre un brazo, o un dedo; la putrefacción avanza y no puede uno hacer nada más que esperar y escribir, El agua del mundo se seca, mi cuerpo se seca. Los árboles mueren, nuestros cuerpos mueren también cada vez más repentinamente. Cada vez más constantemente, cada vez más cerca. 




Recuerdo que hace años reuní a unas amigas y les dije que era alarmante lo que pasaba en Palestina, que no teníamos ni idea! Todas sumidas en sus yos supremos entendieron menos que jota y -sobra decir que desde entonces- ese grupo de amigas no existe. Cada una se fue a buscar el valor de sí misma y se decían muy chingonas. Ja. Todas somos muy chingonas hasta que nos toca comprometernos de frente con la muertes. Ah no, para eso no. Somos chingonas para hacer dinero, para salir de pobres, para tocar los cuencos tibetanos, para contorsionarnos en la mejor postura de yoga, para prender incienso. Ante una guerra nos hacemos humo. Nuestros superpoderes los guardamos para nosotras porque pues: hay que salvarse. Salvar mi ropita y mis chanclitas para no vivir como una pordiosera. Limpio con un manojo de salvia mi casa todos los días para que eso no suceda, medito para la abundancia, bebo cacao para hacer una lanita, doy un discurso de cómo me duele todo en esta vida: y me pagan! ¿Hebrón? Qué va! hay que ponerse uno la mascarilla de oxígeno primero. 

No me hagan caso. Sólo estoy mostrando lo que siento. Eso no significa que lo que siento importe, o que yo le doy importancia a lo que siento. No, en verdad, lo que siento solo lo siento. Y no lo siento para siempre. Es pasajero. La vida es así. Hay momentos de luto. Hay momentos de fiesta. Este es un momento de luto. De luto profundo para mí. Pero está vez es un luto que me deja casi sin fuerza y casi sin esperanza, aunque hey... estoy viva. Millones de niños alrededor del mundo ya no, pero yo sí. Estoy viva y he sabido transformar el luto en una experiencia que me permite conocerme más a mí misma. Millones de madres de desaparecidos no, no saben cómo. El océano tampoco sabe cómo deshacerse de lo densa de nuestra basura celebratoria. Las montañas se mueren de tanto que extraemos sus cuarzo para la buena suerte, y no saben cómo transformar ese luto en experiencia. Los bosques y los animales de los bosques, tampoco. Los pollos y los cerdos en los mataderos. 

Sólo espero poder ver el vuelco, el brillo o la enseñanza que me entrega esta circunstancia. Porque para la mala suerte de mis enemigos, no soy tan importante y, mientras vida siempre tendré esperanza.