No recibí el año escribiendo, recibí el año pensando. De cualquier manera no creo que el tiempo sea este lastre que se va acumulando y que nos hace sentir menos completos cada día, menos suficientes.
No sé si alguna vez me he sentido suficiente para algo. Tal vez sí. Pero creer o sentir que uno es suficiente para algo no necesariamente es ser suficiente. Eso pensaba ayer. Tengo una continuidad, no tengo años. Y como soy como un fantasma en los recuerdos de los escritores mexicanos (un fantasma que nunca aparece) cuando publico otro libro parece que soy joven.
Soy de la firme creencia de que, uno de los primeros condicionamientos sociales que nos programa para obedecer, es la celebración del cumpleaños. ¿Cumplir qué? Pero no sólo nos programa a medir y a percibir el tiempo de forma lineal, nos programa para celebrar: hay que celebrar, porque uno es aries, piscis o sagitario. Esos condicionamientos se condensan cada vez más y más: en las redes sociales competimos por ser lo más celebrados, los más bonitos y los más felices. Yo celebré, por ejemplo, frente a un barraquito y una pulguita a las 7 de la mañana, de un día cualquiera (creo que era veintitantos de noviembre) el hecho de nada. Nada. Celebré nada. Porque en realidad no tenemos nada que celebrar. Nunca hemos tenido nada que celebrar. Pero crear rituales propios porque sí, porque la luz se siente fabulosa a las 7 de la mañana, y el camino empedrado y silencioso en tiempos de ciudades se vuelve ya algo mágico, y llegar a la cafetería y pagar 2 euros: 2 euros! había que celebrar. Una celebración no programada. Yo recuerdo así mi primera celebración: una sorpresa. Mi primera celebración fue una sorpresa mientras leía: más allá del cielo y las estrellas estás escondida tú, donde nadie puede verme y oírme, y hasta donde no llegan mis palabras... ese fue el momento en que el mundo me mostró que existía el tiempo, en esa frase que leí cuando tenía seis años y leí el libro completo... como si se tratara de comer un durazno... lo leí y lo olvidé. Así es el tiempo.