Tengo un libro en la cabeza. Por eso vengo aquí. No se trata de mejorar mi postura en las pasarelas. Se trata de escribir un libro. Acuérdense que soy escritora. Soy escritora. Repito mientras el sol me da en la cara, allá en el patio en el que está mi mente. Pero también aquí. Me dedico a tomar el sol. Soy escritora pero también soy el sol. Acuérdense. Les digo a todas. Acuérdense de mí. Les digo a todas estas que están aquí. Estas creen que estoy escribiendo el libro. Son tan inocentes! Ellas son inocentes, el libro no. El libro que quiero escribir, cada vez que lo quiero escribir, abre sus mecanismos de identidades falsas, oigan. Y ellas, pobrecitas. Pobres tan pobres: esperando a ver en qué momento digo algo. Como lo del sol. Una verdad. Al libro le pareces risible. Por ejemplo. Toda esta parafernalia de códigos que sostienen inteligentemente la escritura. Y también le parace risible que defendamos cosas. Me refiero a ti y a mí, no a ellas. Ellas son inocentes. Con que les des un poco de agua y les permitas florecer, o cantar, es suficiente. Pero tú y yo. Aaaaah. Tú defendiendo al libro, yo intentando sostener el libro en la cabeza y un público de ególatras a los que les gusta ese malavar porque ese malavar les dice: sí! ustedes son brillantes! Pero ellas, ellas sí que me encantan. Se tumban mansamente y dejan que el sol les entre por la piel. Como los animales. Como tú. Ellas me recuerdan a ti. Ellas también soy yo. Y así.