— adiós (@DoloresDorantes) 9 de junio de 2017
Calandiya Checkpoint, Hebrón.
Es difícil observarse a sí mismo. Tan difícil como ser testigo de las políticas de exterminio en el mundo. Tan difícil, como observar cómo se nos asigna un número, un código de barras y se nos separa por fronteras y retenes de acuerdo a nuestra cultura, nuestra raza o nuestro idioma.. Primero nuestra raza, debo decir. Observar el sufrimiento de los otros desde una posición de privilegio es difícil, pero observarse detenidamente a uno mismo, tal y como es, a veces resulta una tarea insostenible: infierno puro. No porque uno sea mala persona, sino porque uno es el inquisidor de sí mismo. Pero, hey, un momento ¿un inquisidor es mala persona? El inquisidor es el demonio juzgando al mal. Nos lleva a la orilla de nuestro propio abismo para observar paso por paso en qué hemos fallado.
Hay tener consciencia de que el inquisidor es el mal porque si lo confundimos con la verdad estamos fritos: nos pegamos un tiro. Un inquisidor, por ejemplo, ve una navaja donde hay un tubo con pasta para dientes, o un acto de justicia donde hay trescientas mil armas. Un inquisidor puede condenarnos a cadena perpetua sin derecho a juicio porque robamos unos dólares del monedero de la casa durante la infancia. Es un decir. No todos conocimos los dólares durante la infancia. Las cadenas perpetuas son destructoras feroces, son excavadoras que rompen las paredes de nuestra seguridad, que dejan zanjas y abismos en la ciudad mental que nos hemos forjado.
Es difícil observarse sin que el inquisidor aparezca y nos siembre la rabia: porque la injusticia en el mundo, porque el hambre en el continente, porque los desplazados en el país, porque los desaparecidos de mi ciudad, porque los secuestrados de mi barrio, porque los asesinados de mi oficina, porque los torturados de mi casa, porque las falta de trabajo de mi familia, porque no me soporto, porque no soy lo que debería ser y porque no hago lo que debería hacer, porque me amarro a mí misma las manos y me cayo y me encierro y me obligo a decir lo que para el inquisidor es la verdad. Y la digo. Y creo, por un momento, que soy una persona de segunda, con un lenguaje de segunda y un color de segunda, proveniente de un país de asesinos, aceptando mi segundo lugar.
Es sólo el inquisidor. Afortunadamente, todos sabemos que no es la verdad. Nos tratamos así porque nos orillan los tiempos, nos señalan los tiempos (las estructuras). La verdad se abre de forma muy distinta, sin persecuciones ni arrestos, sin autoridad y sin pedir permiso. La verdad brota y florece toda junta. La verdad es de fuego y de sangre, y de bocas que todavía mostramos bien los dientes, y el ritmo, y la bruma. La verdad no se puede pulverizar.
Hebrón, mayo 2017. |