Fawzi y yo. Estambúl, 2017 |
Hace tiempo (quizá tres años) que no me considero parte de una "comunidad" literaria. Sin embargo, entre menos "siento" que formo parte de un mundo exclusivamente dedicado a pensar o vivir entorno a un sólo "tema", más me voy convirtiendo en parte de todo. Visité Turquía la semana pasada y no vengo aquí a hacer el recuento de las luces artificiales de la novedad. En Turquía hubo días en que me supe totalmente sola, con la certeza de que en el mundo, sin más, estamos solos, sin esquinas donde esconder la soledad. Hubo tardes en que sentí la opresión enorme de la soledad, cuando la soledad no es aceptada. Viajé en el ferrí, visité cada barrio, me acompañaron amigos maravillosos, únicos. Observé los perros gordos asoleándose sobre las banquetas, vi a mucha gente reír de no entenderme. La gente de Turquía es buena y es hermosa. No es la novedad de la bondad lo que me sorprende, fue precisamente esa bondad antigua, construida siglo sobre siglo: la bondad brillante de los corazones sencillos de la gente era lo que me oprimía el corazón. ¡¿Cómo y por qué me siento tan sola y tan triste?! pensaba. No es que faltaras tú, tú nunca faltas, tú y tu corazón entero y limpio están conmigo siempre, ampliando mi propio corazón. Era algo distinto, algo invisible. Los hombres en los parques jugaban con sus hijos, no vi a un sólo niño celular en mano perdiéndose de la vegetación de la ciudad. Los niños, me parecían niños. Los padres, padres. Y yo me sentía tan sola. El escenario resultaba para mí tan increíble. La inocencia me parecía una capa, una película por encima de la ciudad real, la ciudad que es el mundo. Era, me parecía a mí, una inocencia tensa. Una alegría impenetrable. La alegría como lucha, el trabajo como motor, la hermosura en la fuerza de los muchachos como un contragolpe. No sé. No sé. Y fue ese "no saber" lo que me me afligió todo el tiempo, ese "no entrar" a ninguna verdadera casa, no sentarme a la mesa de ninguna familia, Era como ver Estanbul desde una vidriera, como si Estambul fuera un lindo aparador de repostería, y cada dulce escondiera una puerta hacia una vida que se me escapaba.
Una niña, en una escuela me preguntó por Giorgio Agamben, por ejemplo. La pregunta más difícil de mi vida. Y yo ahí. Sin ver el corazón de nadie, pensaba mientras hablaba "qué pensaría Agamben si me oyera". Hablándole a algo que a mí no me habla. ¿Cómo es que los escritores podemos ser así? ¿Cómo es que podemos pasar por los países diciendo cosas como si fuéramos importantes? ¿Realmente creemos que lo que decimos importa? Importa comunicar: comunicar importa.
Importa el amor, y el amor no es un decir. Hace tiempo que siento que no soy parte de una comunidad de escritores, el escritor como una totalidad ya no importa. Decir como una totalidad ya no importa. La escritura es sólo una herramienta para hacer otras cosas. Importa hacer otras cosas, con las mejores herramientas. Importa salir de la vitrina, tomar el postre, derribar la frontera, perderse en la vida, atravesar la puerta en lugar de pasear como si aplaudiéramos el paisaje de una carnicería, como si, por el arte de magia de nuestra escritura, pudiéramos morder y saborear la mejor parte de un país. Pero ¿Cuál es la mejor parte de un país? ¿Cuál es?