Cuerpo en calle Alameda, casi esquina con Ord. LA, California.


Se siente raro haber estado cuatro días sin mis obsesiones. Aún así, hablé de los procesos de copia con mi amigo Adolfo Guzmán López y sus programas de radio; del desplazamiento de comunidades enteras (indígenas principalmente en América Latina) en el mundo; del idioma indígena como única posible resistencia; de la noción de eternidad o impermanencia (¿dónde comienza el original- dónde está lo que el original deja? -la percepción budista de que nada nunca ha comenzado, nada nunca ha tenido un fin-); de la percepción cosmogónica del tiempo, con Anthony McCann; de cómo puede traducirse "en gran copia" al inglés (gracias Kirsty Singer!); de que en junio aparece el libro que escribió Ben Ehrenreich después de más de dos años de estancia en Palestina; de los helados de yogurt con miel y naranja; de la población centroamericana en MacArthur Park como reflejo del desplazamiento continental de las comunidades indígenas propiciado ahora por la explotación privada de recursos naturales. Creo que no estuve sin mis obsesiones principales, estos cuatro días. pero sí con muchos más amigos para discutirlas y liberarlas. Los corazones de mis amigos son los mejores. los más abiertos, los más tiernos, los que han visto tanta guerra que ya no tienen miedo a amar, a amarlo todo. Una noche nos dimos cuenta que todos teníamos ese síndrome que da a los que viven en medio de la guerra y comenzamos a platicar de los síntomas. "Es que cuando vives en la guerra  no estás separado de la guerra, la guerra eres tú mismo, la guerra ocurre dentro de ti. Todos los enfrentamientos, las contradicciones, el miedo, la muerte. Eres todo eso". Difícilmente podría hablar con otros amigos sobre la manera en que la vida, fuera de la guerra, comienza a perder sentido. A borrarse. Pero ahí habíamos por lo menos tres que sabíamos muy bien cómo la paz aparente del mundo puede hacer perder el sentido de la vida. Por eso necesitamos asirnos a otras cosas, en mi caso, a obsesiones que ya no involucran tanto el cuerpo, sino la reflexión o la meditación. Así es como, para aliviar el síndrome, comencé a fijarme en otras cosas menos de cuerpo, más de gracia. No es una justificación, es una realidad. La vida me obliga a reflexionar, desde la aparente calma de un país que está en guerra, involucrado en el mundo entero. ¿Dónde no tiene agentes militares este país? y sin embargo, caminamos como si paseáramos en una península de tranquilidad (los que no estamos involucrados con pandillas, los que no somos indocumentados dentro de las fábricas, los que no pasamos el día doblados en los cultivos, los que no somos negros por la noche en barrios que no nos corresponden, los que no somos menores de edad cristianas educándonos en un sistema racista que perpetua la violencia, los que no somos homosexuales o transexuales etc) compramos un café, imaginamos el cielo mientras damos un sorbo, permitimos que el sol nos acaricie, regresamos a la oficina que tenemos en casa y echamos a andar nuestras obsesiones. Pero el cuerpo reclama, el cuerpo acostumbrado a tirarse bocabajo entre los tiroteos, a caminar entre los soldados como una sombra, a ver y jurar que no ha visto lo que está viendo, el cuerpo acostumbrado a detectar que aquello que se escucha como pasos sobre las hojas secas no es más que el comienzo de algún incendio; ese cuerpo ahora también comienza a echarse a andar.