La desorientación no es una sensación amable. Resulta más bien, según el ánimo de cada persona, tormentosa, desesperante, generadora de ansiedad... depende de qué tan dramático sea uno en esta vida. En mi caso la desorientación me da un miedo terrible, pero eso no significa que no aprecie el estado de desorientación. Significa que me he perdido durante alguna experiencia. Ya les he dicho que no sé vivir de otra manera, salvo perdida. Es fácil, y hasta romántico decirlo: suena desafiante y lindo, casi festivo. Suena, como si fuera un triunfo. Pero no, es sólo un proceso. Es lo que es. El proceso que indica que me he sumergido lo suficiente en determinada experiencia. Se despierta mi pánico, debo comentarles, a media noche abro los ojos dudando si todo lo que veo es un sueño que he inventado yo y, en ese sueño, alguien va entrar de un momento a otro a borrarme del mapa. Borrarme, es una experiencia que me gustaría conocer. La tuve, hace algunos años, pero cuando uno se borra es difícil recordar la experiencia de la borradura: uno desaparece, y ya... no queda nada. Después, poco a poco, uno toma conciencia de que frente al espejo hay todavía una cara, cuesta reconocerla, pero está ahí, parpadea, ve más o menos, es una cara indígena que los indígenas dirían que no es indígena; es una cara negra, que los negros dirían que no es negra; es una cara española que los españoles escupirían; una cara francesa a la que los franceses le cerrarían la puerta; es una cara animal, una grosería. Ahí estoy. En la grosería, en el proceso de aceptarla a través de la percepción de los otros. En realidad, los que se detienen en mi rostro es porque algo he dicho. Sino, los europeos o los criollos pasan de largo pensando: pinche india; los indígenas pasan de largo pensando: pinche mexicana; los negros pasan de largo pensando: pero está estúpida cree que es como yo! Entonces digo algo y es cuando se detienen para darse cuenta que mis pómulos tienen cierta dimensión extraña, mis párpados cierto volumen que sólo existe en África, la mandíbula sólo pudo haber surgido en la genética indígena de oaxaca y este color, este color. A mí me gusta pensar que nada de esto importa, pero esto me llama, me pone frente a mí, habla conmigo. Me hunde, me lleva a preguntarme ¿quién soy? ¿qué soy? tan mezclada, tan revuelta. Es asumir el rostro, el cuerpo: encarnar ahí las dimensiones que no alcanzan a medirse a través de la memoria, ni del tiempo. Me pierdo. Necesariamente. Sufro, necesariamente. Me invade el terror cuando percibo que mi mente también es todo eso. Por contraste. Lo que quiero borrar. Si tan sólo fuera otra cara, otro cuerpo, otra educación, otra energía, otra dimensión, otra línea sanguínea, otro continente, otra manifestación; una más clara, una manifestación más clara: ahí está. Eso. La manifestación. Ser esto que soy o (pero ¿qué soy?) o ser simple, como una planta, sentir el caminar oscuro de la tierra que me mantiene viva, la tibieza del sol que se tiende sobre mi superficie, el estallido de un color que habla. Los pasos gigantes cruzando todos los días como vínculos de guerra o de amor, cerca de la ventana, junto a mí.