Tengo un deadline que me está matando. Me está matando, porque sólo he revisado doscientas páginas de las setecientas cincuenta que tengo que revisar, para seleccionar, corregir y armar el trabajo que estoy haciendo. Estoy en un momento del año en el que ya no soporto los lentes, tengo una alergia espantosa, los ojos hinchados como un huevo cosido, y mi ánimo en otra parte. Afortunadamente, como bien dijo la grandiosa Rigoberta Menchú: uno construye el tiempo, y diciembre se ha extendido como ningún otro mes este año. 
Escribo, con dos copas de vino vacías frente a mí, porque diciembre también es el mes en que los amigos aparecen en el porche de casa intempestivamente, escuchan discos, bailan y ríen como gitanos y se van, dejándome siempre una botella de vino de reserva. Ayer, decidí terminar con la botella de vino dulce que quedaba; sin esperanzas, rechazando el túnel que es entrar a ese trabajo literario (tal y como lo rechazo ahora) cuando Juan Manuel apareció, tomó una copa de vino conmigo y partió en su entusiasmo de recién casado para cruzar la frontera en busca de su amor. Entré en la cocina y me di cuenta que quedaba un Pinot Noir australiano (el del cangurito!). Lo abrí sin dudar. Juan Manuel, antes de irse, me ayudó a encender las luces del árbol navideño. El primer árbol navideño que tengo desde que llegué a este país. Mi mamá es católica, mi papá era un loco-libre pensador; así que crecí en el "camino medio" (es broma), no tuve fantasías con Santa Clós o con los Reyes Magos; aunque soñé con los reyes varias veces; la navidad la llenaba mi padre; no sé desde cuándo pero él comenzaba a prepararlo todo: compraba el pino, sacaba los adornos, colocaba las luces ¡con todos nosotros a su alrededor! no sé cómo nos aguantaba; mi papá era otro niño, supongo. Ahora que lo pienso, debió tener treinta y cuatro años en mis recuerdos y si yo, que tengo cuarenta y dos, me siento jovencísima, él debió ser un muchacho jugando con nosotros. Llevo semanas recordando cómo pronunciaba su "nombre", recordando mi voz de niña, mi estado de niña; rodeada de una protección insustituible. Alguien que te quiere a cambio de ser tú mismo, alguien que protege tu "mismidad", alguien que la cultiva, que la hace crecer, alguien que puede verte tal y como eres. Y vuelvo a otra de mis obsesiones: la percepción de la realidad ¿cómo es que mi padre podía percibir quién era yo? ¿cómo lo supo, quizá antes que yo lo supiera? ¿cuándo decidió comenzar a dejar libros estratégicamente "olvidados" por casa? Son preguntas que no tendrán respuesta. Hace tiempo también, platicaba con alguien acerca de la memoria y su calidad de presente. Gracias a la memoria y su calidad de presente es que podríamos creer que la forma externa del amor existe. La memoria, nunca es el pasado, es una fuente que permanece, que se instala incluso a nivel celular e inconsciente. A nivel celular y consciente mi padre sembró en mi muchas cosas: una inseguridad que me ha costado años derrumbar, pero también momentos de luces en medio de la noche, de visitas a casas de anticuarios, de pláticas en la cocina de sus amigos griegos, de caminatas en invierno. Y no es lo material lo que permanece, lo que viaja en la memoria instalada en el cuerpo, sino lo emocional ¿cómo describir la gama de emociones sin nombre que yacen y se activan desde ahí? el hecho de llamarlas emociones ya es una forma de separarlas de su fuente y convertirlas en un hecho finito: el pasado. Mi padre construyó una memoria de amor a nivel celular para que se quedara conmigo en estas fechas, ese amor que no pide nada a cambio, que me percibe tal y como soy. Pero ¿a qué iba yo? Sí, a la razón que he descubierto estos días de celebraciones en El Paso. Todo el año había vivido con la sensación de haber cometido un error: me equivoqué, debí haber comprado un terreno en Uruguay, me dije muchas veces en medio de lo inclemente que puede resultar la frontera desde donde se alcanzan a ver las gestiones del genocidio mexicano, pero estos días he cenado con tantas personas, en tantas casas distintas, he recibido a tantos amigos en casa, he escuchado a mi hermana durante horas, he exigido el platillo preferido en casa de mi madre y, entonces, entendí por qué, por qué estoy aquí. Aquí existimos personas que cargamos la memoria celular que nos heredó mi padre. Aquí soy yo en mi versión menos sofisticada. Aquí estoy empujando la subsistencia, Aquí encuentro el silencio lejos del movimiento cosmopolita de los corazones desesperados por obtener un poco de fama y reconocimiento, o el título de artistas. Aquí aparezco y desparezco en el amor que aprendí de mi padre. Por eso, no me he hundido en el túnel para terminar ese libro. Pero lo haré, lo haré en algún momento. ¡Lo juro, Señorita Editorial!