Uno hace ciertas cosas mejor cuando es obsesivo. Echa uno proyectos adelante. Insiste uno en sus propios libros. Profundiza por años y años en pequeñas investigaciones. Pero la obsesión no es una peculiaridad fácil de comprender. Uno puede vestir de negro toda la vida y las cosas se van romantizando en el entorno. Alguien comienza a interpretar que uno vive de luto, por ejemplo. De hecho, uno puede llegar a pensar que es un vestido en especial el que le queda a uno bien, y entonces comprar tres vestidos idénticos. Lo mismo pasa con artículos indispensables como los zapatos, las joyas. Uno usa la misma joya hasta que la vida decide que esa joya se pierda en algún viaje o se la trague la aspiradora, y uno cree que fue un error no haber encargado tres piezas de joyería iguales para cuando la pérdida se diera. Uno puede escuchar un sólo intérprete de música clásica, y composiciones interpretadas por él que involucran un sólo instrumento, creadas por un sólo compositor durante treinta años. No es uno pues, un animal de costumbres, sino de obsesiones. Lo que uno no hace mejor cuando es obsesivo es amar. Uno hace del amor una rutina. De la llamada telefónica antes de dormir, por ejemplo. El día que esa llamada no sucede uno comienza a padecer de insomnio. No porque uno ame tanto sino porque algo de esa repetición nocturna se rompió, algo falta dentro del proceso que uno sigue para el descanso. Entonces el amante cree que es él lo que provoca a uno no dormir, y uno dice que sí, que está uno tan enamorado. Pero la realidad es que el obsesivo comenzó a oír las sonatas de piano de Bethoven intepretadas con Glen Guld en lugar de la opus 35 que siempre ha escuchado con Richter.  Y el código que le indica que es momento entonces de cerrar los ojos y disfrutar el cognac comienza a peturbarse, a sentirse turbio, molesto porque eso no es música, nadie interpreta a Bethoven como Richter, porque Richter no permite que las notas se corten, hace que se prolonguen y se transformen en otras notas: se degradan desde el pulso del intérprete, no se interrumpen. Pero la verdad que no es cuestión de gustos, ni de intérpretes, sino de procesos a los que la mente se fija y sin los cuales la mente se siente totalmente perdida. No son procesos lógicos, sino ligados absolutamente a experiencias placenteras. Hay cosas que un obsesivo hace muy bien, como investigar: permanecer como gota de agua en el lugar de observación hasta descifrarlo. Leer las veces que sea necesario una novela para descubrirle la estructura. Detenerse en el lenguaje suficientemente como para que no se filtre una sola viruta en la burbuja de su imán. Empeñarse en una decisión y no moverse ni un centímetro llueva, truene o relampaguée. La persistencia es uno de sus matices positivos. Pero es muy difícil la convivencia con los demás. La percepción del mundo es completamente distinta. Podemos aislarnos por años contemplando imaginariamente la barbilla que tanto nos gustó, sin que nos importe ver hacia otra parte. Los demás pueden asustarse con nuestras observaciones y conjeturas. Nos engañamos al creer que nuestra obsesión es amor pero, desgraciada y alegremente nuestra felicidad comienza al aceptar que no amaremos nunca pero sí, si algo o alguien nos complace, nos obsesionaremos siempre.