He pensado mucho estos últimos meses en la educación libre, de forma organizada, quiero decir, de forma más lógica que práctica o experiencial. Desde hace más de 10 años que construyo, creo, modifico, adapto formas comunitarias de trabajo con grupos vulnerables para lograr que perciban una realidad distinta en zonas de conflicto o de guerra, y comiencen a re-pensar su realidad, su lugar, su fortaleza, su verdadera responsabilidad (en contraste con el sentimiento de culpa que paraliza a tantos y que tantos gobiernos fomentan donde germinan las matanzas). Yo nunca me propongo proyectos, hasta el momento la vida me ha orillado siempre a hacer lo que tengo que hacer. No soy esa clase de persona que pasa días buscando una idea para desarrollar, me sucede al revés: la vida me presenta una situación, yo busco la manera de sobrellevarla. Así que, a la par de las inquietudes que me llevan a crear proyectos educativos para intentar resolver problemas que paralizan a comunidades enteras, aprendo. Aprendo todo el tiempo. El aprendizaje siempre es continuo, por eso creo que la vida me empuja cada vez más y más lejos del lugar geográfico donde comencé. Aunque el lugar sigo siendo yo, yo comencé a trabajar con una comunidad muy específica a la que conocía de forma medular. Una frontera que conocía como la palma de la mano, ese conocimiento cultural de una zona específica es importante para poder influenciar y tener acceso a las comunidades donde la violencia crece cada vez más y el peligro para la ciudadanía es inminente. La vida me puso fuera de ese punto de localización donde me movía como pez en el agua y el mundo, en lugar de cerrarse, se abrió a otro tipo de acercamiento, una acercamiento más lógico y global de mi propio entorno, porque el lugar sigo siendo yo, aunque mi perspectiva siempre haya sido global o constelada (es decir, enfocando la experiencia del yo como resolución de una problemática social más amplia). Curiosamente llego a Estados Unidos para aprender, en contraste, de movimientos latinoamericanos que trabajan por una educación libre y sus nuevos sistemas y plataformas (sobre todo tecnológicas, para alcanzar a cubrir no sólo áreas poblacionales, sino intereses comunitarios actuales). Mientras que los condicionamientos en el corazón del capitalismo han llevado a luchas por "empoderarse" por "enocntrar tu poder" "ejercer tu poder como minoría" y "ocupar" "tomar tu lugar" "reapropiarse del entorno que a todos nos pertenece" "tomar los lugares públicos" etc. creo que los movimientos latinoamericanos se dirigen de forma más acertada a sus metas. Cuando enfocamos nuestra energía en adquirir poder, realmente nos estamos restando poder como ciudadanía, estamos manifestando que carecemos de poder y dirigiéndonos a un "poder" más alto al que le cedemos la responsabilidad de otorgarnos el poder que en realidad ya poseemos. Cuando tener lugar es nuestro objetivo principal estamos manifestando esa ausencia de lugar en nosotros. Desde la experiencia empírica de años, de haber nacido en una familia nómada, hija de un padre que fue funcionario público y una madre que fue maestra, en épocas en que la clase media se derrumbó en "mi" país y como la estudiante problemática que nunca se adaptó a los sistemas institucionalizados, es decir, que nunca estuvo de acuerdo con memorizar sin reflexionar; con escuchar sin discutir; con obedecer sin cuestionar; sé que una lucha que busca empoderar o tener un lugar equivale a correr tras una zanahoria que nunca alcanzaremos. Porque el poder lo tenemos, el lugar lo tenemos. Es decir, somos el poder y somos el lugar. Lo que estos años de retiro (del entorno que mejor conozco y desde donde podía actuar e influenciar) me han hecho ver, es que la lucha quizá deba dirigirse hacia el ejercicio fundamental de la libertad. No como algo que tampoco poseemos, sino como un proceso que debemos elegir asumiendo que todos somos poderosos, todos tenemos voz, todos somos un lugar, manifestamos un lugar, una dimensión... esa dimensión es latinoamericana, incluso en Estados Unidos.