Lo sabía, un buda dorado siempre tiene dentro una copia de sí mismos, hecha de chocolate.


En marzo siempre reflexiono sobre mi existencia. Sobre las razones por las que estoy viva, y procuro imaginar que florezco, como si renaciera. Había dicho que el cumpleaños es el primer condicionamiento del ser humano. Celebrar el cumpleaños nos sumerge en la estrecha ilusión del tiempo, nos hace creer que algo sucede cada doce meses, y que los meses en realidad están formados por un montón de días y que un día como tal, de un mes como tal estábamos naciendo. ¿Pero cómo lo podemos asegurar? Entiendo la celebración de la vida, sí. Comprendo la felicidad de la existencia, de ser testigos de un un montón de colores, de formas, de laberintos y juegos de la mente. Entiendo el festejo de la constante muerte y nacimiento de células en nuestro cuerpo, y me gusta, y lo celebro. ¡Renacemos todos los días! Pero el tiempo no es cierto. Uno crece, madura, envejece y ya está. Hoy para celebrar que estoy viva me desperté pensando en tu amor, en cómo tu amor sigue vivo aunque tú estés muerto y como -se supone- han pasado quince años. Quince de esos años con los que, dicen, podemos entristecernos y alegrarnos periodicamente y -sobre todo-: sumar. Como si los periodos de la vida fueran ladrillos o cajas de regalo y en esa continuidad uno fuera apilando, hasta que la pila termina por derrotarlo a uno. No puedo verlo así, perdón, pero no puedo. No puedo cerrar la caja del tiempo y abrir otra. No puedo colocar un ladrillo de tiempo sobre otro. Por eso en la continuidad del tiempo en el que vivo celebré hoy con una taza de café, aunque no haya nada que celebrar, con miel. Me encanta la miel. Agradezco la miel. Soy la miel. Y tu eres una flor, siempre fuiste una flor. Y la flor y la miel, bajo el sol, son la manifestación del cielo en el desierto. La miel y el sol son la manifestación de la vida en el desierto. El sol y el beso, son la manifestación de lo que no termina nunca: como yo y como tú.