Me detengo en la observación de las cenizas, de la captura, de la monotonía sin color que invade este "proyecto" editorial y vengo aquí a repetir las palabras que pronuncié ayer y que son mi tabú: estupidez y mediocridad. Nunca estoy segura de que alguien es totalmente estúpido o totalmente mediocre. En momentos como este, siento que en mí yace una estupidez profunda por permitir que mis seres queridos me hayan involucrado en esta publicación, y una mediocridad abismal por considerar que el trabajo que más disfruto es el trabajo cocreativo; un trabajo que no me deja más que esa brillante satisfacción que se ennegreció en el momento en que el libro que generamos con tanta pasión comenzó a entrar en disputas y rebatingas (¿así se escribe rebatinga? digo por eso de arrebatar). Sin duda, para que yo utilice las dos palabras prohibidas en mi vocabulario (¿bocavulario? digo, por eso de la boca): estúpido y mediocre, necesito (ah, me encanta esa palabra "necesito" es como un pimpollo, es un pastelito, es como tú. Tú eres un Necesito) observar esas dos cualidades de la ignorancia y la inconsciencia. Todavía mientras lo escribo dudo de mi, se manifiesta el miedo. ¿Cómo reducir el pensamiento a juicios tales cuando el mundo y sus prodigios son infinitos? Pero, en verdad, debe ser el desierto, la cultura de este lugar, marzo, porque cuando alguien entra a mi casa y ve un trapo sobre la estufa y se dirige a él con manos de tenaza y lo apresa, y lo sostiene y después lo lleva hasta mi nariz diciendo "no-no-no-no señora, esto es muy peligroso" para después doblarlo con paciencia sobre la agarradera y decirme "mire, éste se pone aquí" y yo pienso "25 años viviendo sola, para que un imbécil venga a decirme dónde puedo o no poner los trapos de esta cocina". Entonces creo que el concepto de estupidez le ajusta como un guante y luego pienso que lo que me falta es paciencia ¿Qué importa que un amigo que ha vivido en casa de su madre toda la vida y ahora se dedique a cuidarla, reproduzca el mismo comportamiento cuando me visita, porque soy uno de sus seres queridos? ¿Puedo considerar estúpida a una persona que no sale de su entorno ni cuando sale de su entorno? Y bueno, ni hablar de las intenciones sinceras de mi amigo de que yo no termine envuelta en fuego corriendo por la casa antes de caer en medio del jardín (iría rumbo a las flores, puedo apostar) convertida en la gran y ridícula Señora de Carbón. De mis juicios en relación a la mediocridad qué les puedo decir, cuando extraño tanto a los hombres que amo al grado del refunfuño mi percepción de los otros: los que lidian con hijos todas las mañanas, que suben al camión para cubrir ocho o doce horas de trabajo, odian a sus jefes, me llaman al medio día durante el almuerzo, salen del trabajo, esperan a sus procreaciones en la escuela, salen a cenar para parecer divertidos, vuelven molidos a algún departamento para sumergirse en el mundo social del monitor que los conduce en internet; me parecen tediosos, tristes, insoportables. ¿Pero cuántas veces no he cubierto esas rutinas de trabajo yo misma para salir al paso con alguna deuda? El hecho de que yo no haya odiado a ningún jefe, sino que mi cinismo se sobrepusiera a cualquier intento de sometimiento no significa que quien trabaja odiando sea, necesariamente, mediocre. y ¿la conversación que se alimenta y circula eternamente entorno a hijos-trabajo-yo-hijos-trabajo-yo no revela a caso la terrible patología en la que nos han sumergido nuestros sistemas económicos, orillándonos a ser un tornillo en aceleración y no una persona en constante germinar creativo? ¿Dónde queda mi compasión? ¿Acaso ser la constante animal-lenguaje-deseo-espíritu-libertad por encima de las convenciones económicas y familiares no me coloca también ante la mirada de los demás como la aburrida o temida figura convencional de una loca? Pues bueno, que sí, en meses como estos sólo me siento parte del mundo de Pedro Almodovar. Así que, si quieren regalarme algo ¡regálenme todas sus películas!
Me detengo en la observación de las cenizas, de la captura, de la monotonía sin color que invade este "proyecto" editorial y vengo aquí a repetir las palabras que pronuncié ayer y que son mi tabú: estupidez y mediocridad. Nunca estoy segura de que alguien es totalmente estúpido o totalmente mediocre. En momentos como este, siento que en mí yace una estupidez profunda por permitir que mis seres queridos me hayan involucrado en esta publicación, y una mediocridad abismal por considerar que el trabajo que más disfruto es el trabajo cocreativo; un trabajo que no me deja más que esa brillante satisfacción que se ennegreció en el momento en que el libro que generamos con tanta pasión comenzó a entrar en disputas y rebatingas (¿así se escribe rebatinga? digo por eso de arrebatar). Sin duda, para que yo utilice las dos palabras prohibidas en mi vocabulario (¿bocavulario? digo, por eso de la boca): estúpido y mediocre, necesito (ah, me encanta esa palabra "necesito" es como un pimpollo, es un pastelito, es como tú. Tú eres un Necesito) observar esas dos cualidades de la ignorancia y la inconsciencia. Todavía mientras lo escribo dudo de mi, se manifiesta el miedo. ¿Cómo reducir el pensamiento a juicios tales cuando el mundo y sus prodigios son infinitos? Pero, en verdad, debe ser el desierto, la cultura de este lugar, marzo, porque cuando alguien entra a mi casa y ve un trapo sobre la estufa y se dirige a él con manos de tenaza y lo apresa, y lo sostiene y después lo lleva hasta mi nariz diciendo "no-no-no-no señora, esto es muy peligroso" para después doblarlo con paciencia sobre la agarradera y decirme "mire, éste se pone aquí" y yo pienso "25 años viviendo sola, para que un imbécil venga a decirme dónde puedo o no poner los trapos de esta cocina". Entonces creo que el concepto de estupidez le ajusta como un guante y luego pienso que lo que me falta es paciencia ¿Qué importa que un amigo que ha vivido en casa de su madre toda la vida y ahora se dedique a cuidarla, reproduzca el mismo comportamiento cuando me visita, porque soy uno de sus seres queridos? ¿Puedo considerar estúpida a una persona que no sale de su entorno ni cuando sale de su entorno? Y bueno, ni hablar de las intenciones sinceras de mi amigo de que yo no termine envuelta en fuego corriendo por la casa antes de caer en medio del jardín (iría rumbo a las flores, puedo apostar) convertida en la gran y ridícula Señora de Carbón. De mis juicios en relación a la mediocridad qué les puedo decir, cuando extraño tanto a los hombres que amo al grado del refunfuño mi percepción de los otros: los que lidian con hijos todas las mañanas, que suben al camión para cubrir ocho o doce horas de trabajo, odian a sus jefes, me llaman al medio día durante el almuerzo, salen del trabajo, esperan a sus procreaciones en la escuela, salen a cenar para parecer divertidos, vuelven molidos a algún departamento para sumergirse en el mundo social del monitor que los conduce en internet; me parecen tediosos, tristes, insoportables. ¿Pero cuántas veces no he cubierto esas rutinas de trabajo yo misma para salir al paso con alguna deuda? El hecho de que yo no haya odiado a ningún jefe, sino que mi cinismo se sobrepusiera a cualquier intento de sometimiento no significa que quien trabaja odiando sea, necesariamente, mediocre. y ¿la conversación que se alimenta y circula eternamente entorno a hijos-trabajo-yo-hijos-trabajo-yo no revela a caso la terrible patología en la que nos han sumergido nuestros sistemas económicos, orillándonos a ser un tornillo en aceleración y no una persona en constante germinar creativo? ¿Dónde queda mi compasión? ¿Acaso ser la constante animal-lenguaje-deseo-espíritu-libertad por encima de las convenciones económicas y familiares no me coloca también ante la mirada de los demás como la aburrida o temida figura convencional de una loca? Pues bueno, que sí, en meses como estos sólo me siento parte del mundo de Pedro Almodovar. Así que, si quieren regalarme algo ¡regálenme todas sus películas!