Primer carta-declaración de amor:
Hablo sola. Me fascina pensar en el poder que traspasa los cuerpos. En nuestro campo energético que va más allá de lo que somos ¿qué somos?. En la mente, el amor y el sufrimiento. Hoy mi narcisismo me entrevistaba y yo respondía como si alguien me oyera ¿eres feliz? sí ¿sufres? muchísimo. Sufro muchísimo porque estoy enamorada de cada hombre que admiro. Amo, amo profundamente esas mentes que están cambiando el mundo. Esas fuerzas que se mueven y no paran, pensando en los otros. Y no puedo tenerlos. Ninguno es mío. Porque no creo y no vivo dentro de relaciones de pareja. Mi libertad me cuesta. Pero mi felicidad es del tamaño de los movimientos que percibo. Cuando alguno de ellos transforma la realidad siento que es una de mis manos quien lo ha hecho; cuando otro de ellos, en algún otro continente, alza la voz y abre trescientos corazones para que la compasión entre en ellos, siento que lo hizo mi propio corazón. Para mí la separación no existe. Los amo como un animal, con toda la sensualidad, con todo el corazón y todo el cuerpo. Con la mente que, ya sabemos, vive dentro y fuera de lo que somos ¿qué somos? Y sufro. Porque ninguno de ellos se levantará todos los días conmigo. Porque por alguna razón experimentar la cotidianidad de la convivencia en cautiverio durante algunos años, para mí, fue suficiente. Pero el tamaño de mi sufrimiento es insignificante. Sufro por la necesidad de poseer lo que amo, desde una zona local de lo que soy ¿qué soy?. Sufro porque quisiera que todos los hombres que están cambiando el mundo fueran mis amigos. Quisiera sostener una conversación con todos ellos, tener el privilegio de crecer con ellos, de aprender tocándolos. Pero nuestra realidad es tan grande (y tan pequeña). Sufro porque creo que con alguno de esos hombres cometí algún error y ha sido, culpa mía, no aumentar el número de amigos brillantes. Pero mi felicidad es tan grande cuando percibo que ellos están cambiando el mundo. Mi felicidad es una felicidad desmedida. Porque aunque yo vivo en una de las peores zonas de este mundo, siento cómo el amor me vuelve parte de todo lo que se transforma, y se mueve. El sufrimiento tiene que ver conmigo, con esas pequeñeces de la superficie, mientras que mi felicidad ni siquiera es únicamente mía, tiene que ver con la forma en que otros cambian y alegran este mundo. El sufrimiento siempre es así, parte de una percepción muy local y pequeña de lo que creemos que somos y poseemos. Cuando la realidad destruye lo que creemos que somos y lo que creemos que poseemos, nos revolcamos de dolor; atacamos, mordemos. Pero mi forma de ser feliz está desligada de cualquier punto de localización, toca la alegría de poder ver el mundo sin morder los anzuelos del condicionamiento, se posa en las formas de descifrar el mundo o lo que hay detrás del mundo, se detiene en la experiencia de descubrir que no somos sólo una raza, o un código, sino esas dimensiones interminables generadoras de poder. ¿Para qué poseer el mundo si somos el mundo? No nos apropiamos de nuestro propio cuerpo. Sabemos que el cuerpo es nuestro. Experimentamos con el cuerpo, a través del cuerpo, por el cuerpo. Lo mismo pasa con el mundo. Poseer es una ilusión. Ganar o perder es una ilusión. Conquistar es una ilusión. Estar aquí, es una ilusión. Experimentamos el mundo entero, cada paso que damos. Cada descubrimiento que hacemos, cada anzuelo que dejamos pasar. Cada nudo que se desata, me hace feliz. Cada refugio que alguien más provee en la franja de Gaza. Cada forma clara que alguien más construye para que todos comprendamos mejor. Cada mente que dedica su tiempo y su cuerpo en favor de los otros, construye mi felicidad. Por eso la fuente de mi felicidad es infinita, y la de mi sufrimiento, aunque poderosa, se arrincona diminuta, como un aguijón venenoso en áreas muy pequeñas de lo que soy ¿qué soy? y como mis dimensiones de animal sagrado son interminables, sufro también por ti, terriblemente.