Me encanta la revolución que estamos viviendo. Una revolución que involucra nuestra consciencia. Es verdad que en la historia del mundo han existido peores torturas, masacres, hambrunas, plagas. La diferencia es que ahora podemos verlas casi en tiempo real -si es que no las padecemos- (y podemos manipular, interpretar, juzgar, dramatizar la realidad al propio antojo). Los shocks también despiertan. La mente que conoce de primera mano la tortura y ha logrado sobreponerse al sufrimiento, adquiere una experiencia que acrecienta su propia consciencia (como ejemplo basta un José Mujica). La verdad no es una información, dice mi Gurú, es una experiencia; pero también las imágenes que recibimos a diario por medio de este bombardeo mediático-informativo producen una experiencia dentro de nosotros. Hoy más que nunca conocemos los matices de la sangre, por ejemplo, proporcionados por un monitor. Hoy más que nunca conocemos la descomposición de los cuerpos causada por la ambición de belleza, o por el hambre; si decidimos instalarnos en la observación exhaustiva de lo que los monitores nos presentan, y no mordemos el anzuelo de las intenciones con las que se nos lanzan esas imágenes: la plaga de la información que genera una epidemia de enfermedades mentales. Hoy más que nunca, si somos capaces de enfrentar el infierno mediático con los ojos abiertos, sin interpretar y sin distinguir, somos conscientes de las dimensiones en las que nos manifestamos: no poseemos nada, experimentamos todo (experimentar como vivir la experiencia: experienciar, pues). La misma escritura cambió al transformarse los medios de comunicación. Yo, una escritora que ahora ningún periódico publica (revistas si, en Bilbao, en Alemania, en Europa claro está) sencillamente entro a esta caja de texto y echo a este espacio mi escritura. No tengo que esperar a la imprenta, a la negociación, al editor al corrector, al juicio de alguna "autoridad en la materia". Pero esos desahogos vocacionales no son la satisfacción más grande que me da esta revolución global. Es la consciencia, lo que vamos comprobando con estos nuevos sistemas tecnológicos que intentan inventarnos un mundo. Mientras algunos insisten en crear una realidad para que nosotros no ejerzamos nuestras propias capacidades creativas, se manifiesta una verdad: es verdad que para tocar a otros ya no necesitamos las manos, es decir, el cuerpo es una experiencia fabulosa pero ya nos dimos cuenta que somos y nos manifestamos más allá. La mente no está encerrada dentro del cofre craneal. La mente está dentro y fuera de nosotros. Y lo mejor de todo, nuestro interior es tan infinito como lo que se manifiesta afuera; los alcances de nuestra mente hacia afuera son interminables. Mejor aún: ese dentro y fuera de nosotros no existe. Podemos afectar a los otros con sólo pensarlo, podemos visitarlos, atravesar sus cuerpos, abrazarlos, recorrerlos por dentro, salir de ahí y continuar caminando. No se trata de la infinidad de los circuitos de este mundo virtual, y sí, también se trata de eso. Es genial que el pensamiento de una amigo que vive en Pensilvania, pueda sanar un corazón roto en Texas ¿no es cierto? Ése tipo de consciencia está creciendo. Quizá sólo vemos ahora una pequeña parte de lo que somos, y de nuestros alcances. Cuando podamos descubrir nuestro verdadero poder, las máquinas nos parecerán insignificantes, arcaicas: esa montaña que simbolizará nuestro desperdicio.