Cartera para pasaporte hecha para la inauguración de Paisaje Roto. En Houston, Texas.
Piel de cordero con tinta de oro. Concebido y diseñado por el artista Jorge Galvan Flores.
En edición de 15 ejemplares. (Lo tenía para regalar, pero ¡mejor no!)


Estoy muy triste. No tengo remedio. Bueno, ustedes saben que para mí decir "estoy muy triste" quiere decir "en estos quince segundos que escribo esto estoy muy triste, después quién sabe". Mi corazón se rompe frecuentemente, pero también frecuentemente percibo que mi corazón cada vez abarca un espacio más amplio. Ayer, fui al Consulado Mexicano en El Paso, porque mi hermano Luis exponía tres de sus fotografías en un evento que nunca entendí, pero sucedió. Como también ustedes podrán imaginar, desde hace años tengo yo cierta reticencia, por no llamar náusea a los eventos institucionales de mi expaís. Qué vergüenza formarse en la cola para los bocadillos o el vino costeados con dinero público cuando en el país los jubilados no tienen para medicinas (no menciono los crímenes de Estado porque no quiero causar polémica, con mencionar el hambre que hay en mi expaís es suficiente para no pararme a festejar absolutamente nada). Pero quería estar con mi hermano, ver sus fotos,  estar con él. Así que ahi di la vuelta, abracé a mi hermano, y me detuve -con mis amigas- junto a la mesa del vino y los bocadillos, que -debo aclarar- no toqué. Comencé a ver pasar señoras entaconadas, viejas intentando parecer jovencitas, máscaras cuarteadas por el maquillaje; homosexuales buscando atención un poquito borrachos, reproducciones de look de la primera dama (entiéndase actriz de telenovela) con la nariz alzada, la cirugía alzada, las pestañas postizas alzadas y el sueño de que por ser las amantes de alguien en el Consulado son superiores. Fue, casi-casi como estar en una fiesta oficial de narcos, en el kiosko de Puebla, plagada de actitudes victorianas y viles: el tv-show de las clases sociales. Sólo había pasado una hora y yo ya describía a los invitados, con suavidad de peces, moviéndose a la mesa de bocadillos y arrasado como pirañas. ¡Comieron sin que el acto de comer fuera notorio!. Entonces decidí que ya había hecho lo que quería hacer. Pensé que algo en mí había cambiado porque esta vez, dentro del asqueroso terreno institucional, me había mantenido sin tacha. Comencé a despedirme de mi hermano, luego fui al área de la tercera edad y me despedí de mi mamá y antes de salir toqué el hombro de mi hermana para decir adiós; mi hermana estaba con un grupo pequeño, volteó feliz y dijo, "ah, ella es mi hermana, es escritora; mira Loli, él es el Consul." Eso no lo esperaba, el Consul estaba acompañado por una réplica en miniatura de actriz de televisa, bronceadita y con el cabello teñido de rubio. "Mucho gusto ¿usted es el consul?" pregunté y sentí que algo como una furia inundaba mi cabeza: "---Faltan 43. ¿Perdón? preguntó ---Faltan 43, Consul." El rostro de la actricita se puso en su mala caracterización de fastidio (la única experiencia cercana al fastidio que conocen es el olor a mierda). Al Consul le subió el color al rostro y dijo, "Sí". "Y un milloncito más" agregué. Mi hermana se rió. Me di la vuelta hasta donde estaban mis amigas y las invité a comer un pay en alguna cafetería. ¿Entonces el Consul de México es como un representante del Presidente? preguntó una de ellas que -obviamente no es mexicana-.
Lo triste no es llegar y protestar ante un Consul de manera sutil en el "extranjero". Mi tristeza surge de la experiencia de la furia;  el dolor ante un funcionario y su farsa de país reproducida en otros países, apoyada por una población condicionada para llegar ahí -al supuesto poder- a como de lugar, para divertirse con los desfiles de la vileza y la prepotencia. Esa ilusión, ese embeleso de los demás en contraste con un Estado criminal y sus asesinatos, me produce esta terrible sensación de lo irremediable.