Pasé tres días maravillosos junto a un lago en Nevada, observando la quietud del agua. Con muy pocos momentos para estar sola, pero aún así, suficientes momentos. Tuve una cena literalmente divina en un restaurante italiano (ya saben, todos esos estimulantes para el sistema nervioso: salsa de tomate, harina, queso y alcohol -sin contar el pastel de chocolate). Mi corazón se estaba rompiendo dentro de una felicidad tranquila. Empiezo a entender, cada vez más, las rupturas de corazón. Esta ha sido como una purificación cerca del agua, como un bautizo. Ayer, antes que amaneciera, con los ojos cerrados, la cama a la orilla del lago, tuve la sensación de que mi mente es mucho más grande que mi cuerpo, y puede detenerse más allá de mi, en cualquier otra parte. Estuve mareada por esa sensación, en un duermevela plácido e inquietante. Mi corazón esta vez se rompió, como si estuviera hecho de azúcar disolviéndose, de forma tibia: sin dejar nunca de querer. 

d.