Amo Los Angeles. No hay otra forma de definirlo. Esta ciudad me atrapó, completamente. Quizá no tanto por su condición de ciudad como por su capacidad para convertirse en un área rural en cualquier momento, en cualquier lugar. En esta ciudad el lugar nunca se apodera del espacio ¿saben a lo que me refiero? Tal vez no, porque sólo sucede en Los Angeles. En Los Angeles es evidente que la fuerza de la naturaleza empuja por encima de la metrópoli. Hoy es domingo, por ejemplo, las campanas de la iglesia italiana llegan hasta mi jardín, junto con el canto de los pájaros. ¿Quién pensaría que vivo a diez minutos del centro? Mis vecinas alimentan a sus plantas, y hablan con los árboles (en chino o en koreano, yo qué sé). El coleccionista de vochos se dedica a consentir a su familia. Todos dicen hola. Un Hola que no es citadino. Es el hola de los expatriados que, por encima de los avatares de la subsistencia se aferran a la paz del domingo. Una de mis vecinas padece de alguna enfermedad mental ¿quién de nosotros no? así que cada mañana pasa por aquí buscándome para decir hola, porque no habla con nadie. O nadie más le habla, yo qué sé. Me maravilla cómo su sonrisa se alza mucho antes de que alcance a saludarme de lejos pero, si yo bajo, si la encuentro de frente deja de conocerme. Se va, hablando en chino dentro del mundo que imagina: la naturaleza de la mente por encima de nuestras buenas intenciones. Los helicópteros sobrevolándola a las 2 de la mañana, siempre. Y Diva que con su pata rompió una de mis suculentas preferidas por perseguir a un gato. La naturaleza de los animales por encima de la ternura de las plantas. Festejo cada temblorcito cada movimiento que asusta a muchos por aquí: la naturaleza de la tierra por encima del concreto que, nos da por pensar, funcionaría de algo, para alguien.