Qué horror, ser escritor en estas épocas es un infierno. Todo tiene que ver con la fama, la inteligencia, el estatus. ¿Hasta dónde un escritor puede morder y arañar -o apuñalar por la espalda, según sea el caso- para llegar a tener un lugar en el mundillo (artificial) de las letras? En todas partes es lo mismo, en Japón, en España, en Uruguay en México (puaj), en Gringolandia. Todo funcionando como una maquinita perversamente aceitada. Los escritores entran en el juego y sostienen ese sistema de privilegios basados en el "qué dirán" en el "qué dije" en el "qué dijeron de mí, quién lo dijo y dónde lo publico". ¿Repentinamente? ser escritor es un oficio de malabaristas de la farándula. Todos, hasta el más pequeño, inofensivo y carente de vocación o talento cuentan con algo de fama. Y aquel cuyos premios o "reconocimientos", becas, residencias (más que mostrarlo como un vividor) lo sostienen en la cumbre de la aristocracia de las letras, se siente ya con el poder de azuzar a los otros para que limpien sus zapatos a cambio de un par de estrofas en el algún suplemento, o a cobrar pensiones en diferentes países para permanecer callado y no involucrarse en las luchas de clase que sostienen los lujos que el escritor se lleva diariamente a la boca, frente a las cámaras en los canales culturales o en las revistas alternativas. ¿Y por qué creen que lo merecen todo? Porque aquellos a quienes les regalan una estrofa para su revista usan sus nombres como tarjetas de presentación, los periodistas besan sus manos para parecer cultos y conservar su trabajo -y por contrato establecido de antemano con las editoriales que el medio debe promocionar-, los académicos pueden comprobar científicamente sus teorías del lenguaje y justificar cursos estúpidos sobre la gran inteligencia de ser un creador: creador en tiempos del narco, creador en tiempos de Sarajevo, creador en tiempos de Palestina, creador en tiempos de la mierda. ¿Dónde vivimos? Estoy harta.

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