¿Les había dicho que vengo aquí a descansar? Dios mío, hoy llego arrastrándome para escapar de las olas de mi arrogancia. Yo nunca trabajo: yo creo. Aunque debo admitir que crear cansa, en ocasiones, tres veces más que el trabajo mismo. Había estado todos estos meses resistiéndome a echar a andar mis proyectos. Razonando sobre experiencias pasadas. Había decidido alejarme de la idea de construir realidades no sólo para mí; había decidido dejar de compartir las realidades que creo para mí misma. Son, ustedes saben, realidades extremas. Más tardé en decidir no compartir, que en echar a andar los motores de las cosas en las que creo. Hay que tener cuidado cuando uno es algo así como un generador, porque los proyectos crecen, avanzan, se desprenden de nosotros mismos. Cuando un proyecto es bueno, avasalla cualquier identidad, extermina a su dueño. Ahora me doy cuenta que soy feliz dejándome acabar por los proyectos que construyo, que los muevo hasta que me aniquilan, hasta que dejo de saber quién soy yo, o quién construyó aquella ciudad, o aquel espacio. Me encanta perderme dentro de mis propios edificios. Nadie puede ser dueño del infinito. Pero hay quienes le abren la puerta. El infinito entra pasando por encima, nos derrumba, y uno empieza de nuevo. ¡Oh, sí! entonces uno es ese recipiente diminuto desde donde se desborda una arrogancia brillante y, por supuesto, infinita, que toca, a través nuestro, cada esquina del mundo.

d.