En estos tiempos a los escritores se nos exige demasiado. En verdad, demasiado. ¿No es usted escritor, estimado lector? Entonces quizá desconozca que a los escritores antes que nada, se nos exige interpretar el papel de escritores ante un público que no quiere decepcionarse con nuestra personalidad. Exigen que, en una lectura, aparezca ante ellos la fuerza de su libro favorito en persona, la profundidad del personaje que los ha conmovido, o el shock del verso que no pueden dejar. No sólo eso. Como, por lo general, los escritores amamos los libros, se supone que también amamos encuadernar, editar, cortar portadas, coser. Quieren (¿quiénes, quiénes son ellos?) que un escritor aparezca ante el público como si estuviera frente a un animal al que hay que domar, dentro de un circo en el que todos actúan y quién sabe quién ve. Salvo extrañísimas excepciones, lectores de mi corazón, lamento decirles que, a los escritores que yo conozco, lo escritor no se les ve, más que en el corazón. Mientras publican libros que se venden por todo el planeta y dan consejos en twitter para alcanzar la luz, andan por cualquier calle, de Portugal a San Francisco, de Colombia a Uruguay, de Suecia a México: nadie los reconocería. Ahora bien, hay otro tipo de escritores por los que yo no daría ni un centavo. Esos llevan un letrero pegado en su cuerpo, con la etiqueta de "escritor", algunos no salen de las academias, repitiendo semana tras semana a sus alumnos que ellos son "autoridades en la materia" (pobres chicos: ellos, y sus alumnos). Otros viven en pobres oficinas gubernamentales donde se les paga por publicar antologías y considerar inferior, diariamente, a todo el mundo que no ha leído sus libros (por lo general quien no ha leído sus libros es el mundo entero). Yo, por esas razones, a veces me siento mal. No me apasiona cortar cartones para pintar portadas, no me apasiona subirme a un escenario, no me apasiona la academia y entonces pienso: tal vez no me apasiona ser escritora. Pero, escribir, escribir para mí es un descanso. Un placer. Recuerdo que en una cena en México un narrador, como se estila allá, de esquina a esquina de la mesa me dijo gritando: no creas que soy un escritor que escribe y se tortura trabajando todos los días, escribo allá, de vez en cuando. Se molestó conmigo por que yo, desde mi total ignorancia, respondí honestamente: a mí escribir me gusta tanto, que procuro hacerlo todos los días. Desde entonces me odió. Pero qué más da. Yo sigo aquí, descansando, me acepto con mis limitaciones, jamás pintaré un cuadro, o diseñaré una de mis portadas. Jamás encuadernaré mi propio libro. Siempre seré una persona que, vista así nomás, podría ser cualquier cosa.
d.