Me estoy recuperando de una cirugía. La verdad no recuerdo si fue hace una o dos semanas. Creo que sí, fue hace dos semanas, un viernes. El doctor me recomendó no cargar, no subir, no bajar, no agacharme. Lo que no me dijo es que no era una recomendación, sino que sería una incapacidad real. Me estoy recuperando, y me recupero con cierta facilidad además. En mi recuperación tienen que ver varios factores: el amor que me rodea, lo sencillo que es vivir en un departamento en lugar de una casa, y no tener mascota. Pero sobre todo, he tenido la oportunidad de tomarme el tiempo necesario para recuperarme. Como si se tratara de unas vacaciones. Aunque a estas alturas la pandemia ya me está pareciendo una carga pesada. Esta noche le preguntaba a Fernando si había sido el año pasado o hace dos años cuando cenábamos unos tamalitos veganos espantosos, sobre los que nadie se atrevió a quejarse. Ja! Pensé que había sido el año pasado! 



    Demasiados amigos han muerto. Han sido días pesados y tristes. Pero yo he tenido la oportunidad de echarme en el sofá para recuperarme. Así que a pesar de todo me siento afortunada. Me acompañan personas increíbles, pero sobre todo he tenido el tiempo sin preocuparme de absolutamente nada salvo de las decisiones que estoy tomando sobre mi cuerpo. No sé para ustedes, pero para personas pobres como yo eso es casi un milagro. Llamamos milagro a eso que sucede en el instante justo: esa precisión. Después de pasar por el tormento que significa una cirugía como la que tuve (y todo el camino para llegar ahí) ya comienzo a sentirme libre de "algo". Algo que no sé que es, pero me oprimía, me tensaba, me impedía de alguna manera ser completamente yo, esa yo que soy sin pensar "no soy libre". Estoy muy contenta y otra vez no entiendo por qué me suceden estas cosas, estos fortunios. Siento como si estuviera en mitad de la calle después de creer que las circunstancias me estaban proyectando fuera del mundo. Y aquí estoy, más ligera. Sin saber si ha pasado un año o dos. Acompañada de las personas más hermosas, haciendo lo que me gusta. Y con tiempo suficiente para descansar si es que lo necesito. ¿Qué no una vida así debería ser para herederos o personas que han vendido su alma al capital que los hace traicionarse a sí mismos todos los días? En todas partes nos dicen que los pobres no tenemos otra opción salvo morirnos de sarna en las calles. En todas partes nos inyectan el miedo y la verguenza por ser pobres, por resistir a toda costa. Nos alimentan el subconsciente con el terror a ser quienes somos ni más ni menos, y ese terror nos lleva a cometer atrocidades no sólo con otras personas, sino con nosotras mismas. Nos aterra que nos dejen de querer, de invitar, de leer, de considerar y por lograr un poco de reconocimiento nos convertimos en el maestro que repugnamos, en la burócrata que nos revuelve el estómago, en la que siente cada "logro" como una una venganza. Nos convertimos en la que piensa "¿por qué ella sí y yo no?". Es el miedo, un miedo atroz a desaparecer si es que nos atrevemos a ser nosotras mismas: a amar a quien nos de la gana, a decir lo que pensamos, a hacer lo que nos nazca y no lo que nos de de comer. En épocas como esta la vida me responde en completo silencio y equilibrio: ha valido la pena resistir.