La vida es extraña. Claro ¿estoy diciendo algo nuevo? La vida me ha tenido harta de mí, de lo que soy todos estos días. No me pregunten cuántos. De repente pensé en la posibilidad de cambiar de nombre, de color de ojos, de ciudad, de costumbres. Ser, completamente otra. Ayer platicaba con Anthony sobre algunos viajes que hizo a Corea y cómo fue testigo de la magia coreana del Aikido. Cosas así. Pensé ¿Dónde estaba yo cuando Anthony estaba en Corea? ¿Dónde estaba yo cuando Anthony estaba en Nicaragua? Estaba sumergida en una ciudad muy triste, con una sociedad triste, de vicios y costumbres tristes. ¿Por qué nunca me interesé en el Aikido o en vivir en Corea, o viajar a Nicaragua? En fin. Hay tiempo, dice Anthony. Pero creo que para mí queda tiempo, si acaso, para vivir un año en Barcelona. De súbito me siento anclada, amarrada. Y el sentimiento crece conforme avanza el día, como una muralla blanda, de agua, que se aviente sobre mí y me sepulta justo antes de conciliar el sueño. No me llamen, por favor, que estos comentarios no son de cuidado. Recuerden que nada de lo que sucede en esta página que no es una página, sucede en tiempo real. La vida que pasa aquí tampoco es una vida. Contemplé la posibilidad de desaparecer. Sí, darme el lujo de no tener que presentar libros. Quedarme en una casa, con un amante, cambiar de nombre, de ciudad, de color, y ya está. Salir por la tarde a oir cantar los pájaros. No pensar en mi avance, en mi proceso, en profesión. No tener profesión. Pasar del estado animal al vegetal, felizmente. Ser contigo una planta, una fruta, un árbol. Vivir muy lejos de los orígenes emocionales humanos.