No entiendo cómo es que los contrastes suceden. Hoy un barrendero me dijo que mi cara le resultaba familiar "si tan solo habláramos el mismo idioma, podría ser (pensé) pero no" después me preguntó si trabajaba en la calle Brodway, insistía que me había visto en ese lugar "quizá he caminado por Brodway para comprar un café" le dije. Me respondió que lamentaba que no fuera yo. "Qué pena que no sea yo" me dije en silencio. Horas antes caminaba por la avenida Fairflax, viendo los aparadores de las tiendas de segunda mano. Decidí que era mejor no detenerme. Cuando pasé por un edificio de departamentos vi, chispear, alegremente, una blusa roja bordada con flores blancas sobre un jardincito a un lado de la banqueta. Sentí el impulso de levantarla, pero lo ignoré. Pensé que no tomaba lo que me regalaba el universo. Seguí caminando y en la esquina antes de mi destino, una decena de personas obstruyó mi paso porque abordaban el camión, miré hacia abajo y frente a mis pies estaba una hoja de tonos dorados, parecida a la de un álamo o un maple "lo que me regala el universo" pensé. Mi destino era mi terapeuta, con ella me quejé de toda la mierda que percibo en el mundo. De mi vida en un carro. De no tener cama. Una hora después de consejos, debo admitir, acertados pero cansadamente ordinarios regresé por donde había llegado. Pasé por el jardincito nuevamente, unos hombres sacaban cosas de un departamento para guardarlas en un camión, yo levanté la blusa, leí la talla "hecha en philipinas" la pusé frente al sol, me alegré y los muchachos me saludaron mientras hacían ese trabajo duro de guardar mudanzas en camiones blancos. Guardé mi blusa en mi bolsa y caminé hasta una tienda etíope, la tienda tiene una barra en la que me senté, pedí una cerveza oscura para esperar a mi amigo Román. Por no usar los calcetines adecuados una de mis botas me había herido. La cerveza era un elixir. La tienda, con todo su culto a Rastafara, también. Román llegó y se negó a beber, entonces me oí hablar de toda la mierda que percibo del mundo, de mi vida en un carro, de no tener cama y de el hartazgo que me provocan los amigos. Román me preguntó por mi amigo jómles; no lo he vuelto a ver. Me preguntó cómo era; fue justo en Pershing Square donde nos conocimos y nunca he podido describir exactamente qué fue lo que pasó: sencillamente me encontré con el rostro más hermoso que he visto en mi vida, y no lo puedo olvidar.
Creo que mis palabras contrastan con el mundo. Tal vez no debería platicar tanto con mis amigos y debería dedicarme sólo a caminar para observarlo. El contraste, lo he notado hoy, surge cuando intercambio conversaciones. Es un contraste que nace del encuentro entre lo que percibo de afuera, hacia mí, y lo que viaja en mis conversaciones: hacia afuera. Creo que será mejor para mí convertirme en una callada joya fresca, o en el "silencioso corazón de un lirio". A ese mundo brillante que me sonríe, donde me parecen alegres, incluso, cada una una de las personas que detienen mi tiempo cuando suben al camión en sus sillas de ruedas. Donde un barrendero me puede ofrecer en otro idioma un gran momento dulce. Este mundo (donde cualquiera podría intentar insultarme y yo, voy a recibir sus insultos como una lenta lluvia de pétalos) lo contamino cada vez que aparecen mis palabras. Mis palabras son tan indescriptibles como el rostro de mi amigo jómles pero del lado oscuro. Abismales y malas. Mis palabras aparecen como polvo o ceniza; como carbón que rayonea mi brillante realidad con sus brasas en llamas.